Wednesday, September 26, 2007

Trabajos especiales

Doña Feli cumplió recientemente 104 años, que se reflejan en sus trencitas delgadas y entrecanas unidas en la espalda por un pedazo de estambre; en su pellejo de elefante tan duro y arrugado; en los ojos que miran encuerando todo lo que encuentran a su paso hasta querer hallar el verdadero significado de las cosas y la gente; en sus grises faldas largas, sus chanclas de hule y el eterno mandil cuadriculado.

Doña Feli vive sola en una colonia hundida en lo más profundo de Iztapalapa, en un cuarto de ladrillos y techo de lámina, caluroso en verano y frío en invierno. Su vivienda es muy pequeña, apenas de dos metros al cuadrado, pero el patio es amplio y en él conviven un montón de plantas de especies semidesconocidas con trastos viejos y gatos de varias edades. Dentro de su casa hay una cama pequeñita para su cuerpo enteco, una estufa, un fregadero y muchos estantes con más yerbas raras, piedras raras y raros animales muertos. También hay un rincón donde la Virgen de Guadalupe, la Santa Muerte y borrosas estampitas de lo que parecen santos reciben flores frescas a diario.

Doña Feli no nació en Iztapalapa, sino en un pueblo en el sur de México, cuyo nombre es difícil de pronunciar. Ella recuerda su nacimiento, el violento aironazo que la recibió cuando salió del vientre materno, recuerda cómo su madre dejó de respirar y su abuela la tomó entre sus brazos para no soltarla más, la cosió a sus faldas y le dio muchas enseñanzas. Cuando su abuela consideró que Feli había aprendido el oficio, se tendió en su petate para no levantarse más de ahí.

Doña Feli vivió siempre sola, porque desde niña inspiró miedo y respeto, pues sus ojos miraban igual cuando era niña que ahora que es vieja. Aguantó muchos años la adoración de unos y el odio de otros, hasta que el odio ganó, los enemigos se multiplicaron y como a los cincuenta años, Feli salió huyendo de su pueblo natal y se refugió en las honduras de la capital.

Doña Feli recibe visitas de mucha gente, pero no de cortesía. Ahora que es muy vieja, no puede irse sola hasta el mercado de Sonora, así que le paga a un niño para que le traiga lo que necesita en su trabajo. Ella se queda en su casa moliendo plantas que sólo ella sabe cómo se cultivan y se conservan, haciendo oraciones en voz baja, preparándose sus mollejitas de pollo con arroz.

Doña Feli les abre su puerta a hombres, niños y sobre todo mujeres que se quejan de lo tristes que son sus vidas y cómo se arreglarían si ella les diera una ayudadita. Les escucha y en su mente aparecen las respuestas a estos problemas ajenos. A veces, sólo aconseja, pero casi siempre embadurna de plantas a su visitante y le recomienda ciertas infusiones milagrosas. Otras veces, en el caso de los niños, les soba la pancita y la espalda, les sopla las manitas y les cuelga medallas de cartón, piedritas y hojas hechas por ella que los protegerán cuando un extraño les quiera hacer algún mal.

Algunas veces, los viernes a la medianoche, doña Feli hace trabajos especiales: se dirige a una esquina de su patio, se arrodilla y pronuncia en voz baja muchas palabras en una lengua que sólo se habla en la región donde nació. Poco a poco su corrioso pellejo se va desprendiendo de su anatomía, junto con la poca carne que le queda, hasta quedar sólo su esqueleto blanco, con el corazón y los intestinos bajo las costillas. El brillante conjunto de huesos se inclina preparado para saltar, y al saltar emprende el vuelo, se desliza entre la noche para colarse por una ventana y absorber hasta el tuétano el alma de un pobre fulano a quien alguien odia demasiado.

Marilú

Friday, September 21, 2007

El son del olvido


Me preguntas: "¿ésto es real?,
0 ¿es un engaño más de los que ha urdido el demonio conmigo?"
Yo digo: "¿qué coño sé? Rema y después ya veré
como parecer alguien bueno"
Nacho Vegas
Antes, cuando estabas aquí, la noche er una hoja negra y las estrellas letras claras de un poema luminoso. Las tardes enmudecían para dejarme escuchar la sinfonía de tus palabras que el viento se tatuó en la memoria para murmurármelas cada otoño. Ahora estoy sentado en la banca de este parque que tantas tades compartimos; supongo que estas bien sin recordar mi nombre, teléfono y dirección. Comprendo que mi futuro se quedó atrapado en tu pasado sólo me quedan algunas cicatrices y el sabor indeleble de tus labios.

Fumo y al unísono pienso que tu recuerdo me azota como la lluvia a las aceras y yo, al igual que ellas, me quedo inmóvil y a la intemperie de la noche en que mis ojos te contemplaron. Entre esas dunas de gente, tus caderas sobresalían balaceándose al ritmo de un son cubano: una misma cosa fue verte y desearte. El chan-chan acabó y caminaste hasta donde te esperaba sin previa cita. El sudor te perlaba la frente y tu respiración agitada te hinchaba tanto el pecho que me dieron ganas de estirar los brazos, con la idea de agarrar en el aire el corazón que de un momento a otro, supuse, se te saldría.

Te paraste a un lado de mí en la barra, tus labios ordenaron ron y los míos transgredieron la barrera tiempo-espacio con un "hola", seguido de mi mejor sonrisa, volteaste y me viste con asombro, pero en fracción de segundos pasaste del desconcierto a la sonrisa y correspondiste con un "¿qué tal?". A los 90 minutos de esa presentación, conocía tu nombre, profesión, algunos de tus gustos y a esas dos mujeres que acababan de despedirse y que me presentaste como tus mejores amigas. En un cruzadito nos terminamos el trago que teníamos en la mano y entonces me dijiste al oído que tu cama te llamaba a gritos. Pagué la cuenta y salí detrás de tí.

Mientras el valet parking te traía el auto, te pregunté tu número telefónico, soltaste una carcajada y me hiciste la misma pregunta; respondí que no. Sonreíste y me cuestionaste si vivía lejos; dije que no. Me miraste fijamente y te ofreciste a llevarme. En 15 minutos llegamos a mi casa, estaba a punto de pedirte de nuevo tu celular cuando me interrogaste si había leído el cuento de "Aladino", tímidamente contesté con una negativa. Te reiste y soltaste las palabras: "no me importa", añadiste que esa noche yo había frotado una botella de ron y mágicamente habías salido de ella porque tú eras una genio dispuesta a concederme tres deseos.

Sonreí y mi primer deseo fue que te quedaras conmigo, me lo concediste. Te abrí la puerta de me departamento y me di cuenta que la distancia exacta entre tus pies y tu cabello son once cuartas partes de mis manos, además de que basta cualquiera de mis cortos brazos para rodear tu cintura y que mis labios entrabiertos son suficientes para cubrir la circunferencia inexacta de tus pezones. El sol nos encontró abrazados y dormidos.

Ese primer deseo duró tres meses, pero un día, al igual que un genio, te esfumaste dejando dos de mis peticiones al aire. Te fuiste de mi vida sin dejar una carta en el buzón o la palabra "adiós" escrita en el espejo con lápiz labial o sin la parafernalia del "tengo algo que decirte" o el clásico "tenemos que hablar". Simplemete no supe más de ti. Las puertas de mi departamento no volvieron a enmarcar tu cuerpo y las de tu hogar se cerraron para mí. Hasta el "ábrete sésamo" resultó inútil. En tu teléfono sólo escuché la letra de la canción más triste: "por el momento no estoy en casa, deja tu mensaje y yo te llamo, besitos". Después de dos semanas sin ti y tres días de búsquedas infructíferas imaginé lo peor. Comencé a buscarte en hospitales, delegaciones, reclusorios e incluso, en la lista de personas extraviadas, desesperado me lancé a a los manicomios. Todo fue en balde.

Sabía que ejercías la publicidad, pero nunca me dijiste dónde. Buscarte en tu trabajo resultó imposible; en esta ciudad las agencias abundan. Él que busca encuentra, quiso Dios, y al parecer también el Diablo, que te encontrara. En una de mis rastreos vespertinas entré a una cafatería. Estabas sentadas con tus amigas, reías con desparpajo mientras cruzabas la pierna. Al verte, todo mi cuerpo tembló de la emoción, no pude evitar correr hasta tí, abrazarte y decirte "mi genio, te extraño". En eso, me aventaste con violencia y gritaste: "¡qué te pasa cabrón!". Caí al suelo y tus acompañantes se burlaban de mí, quisiste fingir enojo, te ganó la risa. Por un momento pensé que se trataba de una broma, supuse que te acercarías, me levantarías y me susurrarías al oído: "fue una broma tontuelo". Eso no ocurrió.

Me puse en pie torpemente y con más desconcierto que enojo, pregunté qué te causaba tanata gracia y de la carcajada pasaste a la seriedad indigna y comentaste "si yo ni te conozco". Una paleta helada recorría mi columna vertebral, te tomé por los hombros para interrogarte si acaso no te acordabas del "chan chan", de la botella de ron o de mi nombre y teléfono. Te mencioné que no sólo había leído Aladino sino el libro completo de "Los Titanes de la Literatura Infantil"...pero fue inútil. Mientras te reclamaba que me debías dos deseos, unos policías me sacaban a rastras y golpes del lugar. Con sangre en la nariz y las costillas molidas, alcancé a gritar que eras mi genio, que por favor recordaras.

La noche de nuestro infeliz reencuentro me pasé media hora en la delegación y después, tres meses en una casa para enfermos mentales. A base de drogas y electricidad pudieron borrar de mi memoria el recuerdo de tu rostro, la fragancia de tu cuerpo, el sabor a ron de tus labios, sin embargo no la sensación de felicidad que me provocaba estar a tu lado. Gracias a la psiquiatría ahora no sé si realmente existes o si eres, cómo dice el médico, un invento mío... parece ser que no estabas cuando te conocí... ahora no sé si eres de verdad o un invento mío...
Israel

Tuesday, September 11, 2007

Apuntes sobre literatura gótica

Un hombre teclea en una anticuada máquina de escribir:

“No se sabe con seguridad el origen del término 'gótico'. Mientras los diccionarios aseguran que proviene de los godos, a quienes los romanos consideraban unos bárbaros, una nueva acepción surge en el horizonte de las definiciones: la palabra 'gótico' emana del griego y está relacionada con la magia.

“Sea cual sea su significado, lo cierto es que el caballero inglés Horace Walpole califica así a la primera obra literaria del género, escrita en 1765: El castillo de Otranto. Una historia gótica. Pero si Walpole inaugura la novela gótica, es la escritora Ann Radcliffe quien le brinda gran esplendor, con la publicación, en 1794, de Los misterios de Udolfo.

“Ambas obras comparten las características primigenias del horror gótico: castillos ruinosos habitados por hombres malignos que persiguen a indefensas doncellas. Los ambientes son tétricos, las desventuras abundantes. En los viejos castillos habitan fantasmas que luego resultan ser hombres o mujeres melancólicos, presos de la desgracia. No faltan los bosques tenebrosos, las iglesias poco acogedoras, las tempestades, los odios acendrados, el misterio y el deseo, pues las protagonistas generalmente sienten atracción y repulsión al mismo tiempo por el hombre que las acosa.

“A fines del siglo XVIII –1796, para ser preciso–, ve la luz El monje, del diplomático Mathew Gregory Lewis. A diferencia de El castillo de Otranto y Los misterios de Udolfo, la novela El monje introduce fantasmas verdaderos y la aparición del diablo envuelto en la piel de una tentadora mujer disfrazada de fraile con la intención de seducir al ególatra protagonista. El monje es una obra repleta de aventuras, intrigas, incesto, asesinatos y demás crímenes que se desarrollan en conventos, catacumbas y otros sitios oscuros, la maldad amparada por las sombras.

“Ya en el siglo XIX, la literatura romántica retoma los retorcidos elementos del gótico y los incorpora en la creación de nuevas obras terroríficas, como las leyendas recopiladas por Gustavo Adolfo Béquer, en España; o algunas novelas del inglés Walter Scott, que recrean el oscurantismo de la Edad Media. En este periodo se escriben El vampiro, de John Polidori y Frankenstein, de Mary Shelley, la cual combina el terror monstruoso con la angustia metapsíquica. Surge con fuerza excepcional el cuento de horror, que tendrá en Edgar Allan Poe a su principal representante.

“Es interminable la lista de escritores que continuaron aportando características interesantes a la literatura de horror y difícil elegir a los más representativos sin cometer olvidos u omisiones. Pero hay que mencionar a Bram Stoker y su Drácula, a Henry James y La vuelta de tuerca, a El horla, de Guy de Maupassant; a la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, y a algunos relatos de Robert Louis Stevenson. Todos estos escritores de finales del siglo XIX aprovecharon diversos elementos de las primeras obras góticas y los aplicaron en sus terroríficos escritos.

“En el siglo XX la literatura gótica acabó de perder su pureza de castillos medievales y noches tormentosas. Howard Phillips Lovecraft sitúa el horror en monstruos que provienen del espacio, Arthur Machen lo habita en bosques diurnos, William Hope Hodgson en el mar, Horacio Quiroga en un almohadón de plumas, Amparo Dávila en un abrigo de pieles, Julio Cortázar en la mente humana anidada de culpas.

“Lo cierto es que actualmente ya no se escribe el terror al estilo gótico. Persiste la necesidad de causar temor, pero las pesadillas habitan en la psique, en los miedos internos inherentes a cada ser humano, en la moderna depresión y la soledad de multitudes, en la esquizofrenia, la fobia y la paranoia, en lo desconocido de lo conocido…”

El escritor se detiene. Hay una presencia en la habitación. Algo lo observa y él siente el peso de la mirada sobre sí, pero nada escucha. Su vista se eleva por sobre la máquina de escribir y las montañas de libros que cubren el escritorio. Entonces lo ve, no al monstruo, sino a su sombra, enorme a la luz de la vieja lámpara. El hombre, temblando, vuelve la vista, no ve nada. Su corazón agotado se detiene cuando mira hacia el techo y lo ve venir justo encima de su cabeza. Ante el escrito sin terminar sólo queda un cadáver de rostro contorsionado por un terror insobornable y en su frente aterriza el asesino, ocho patas peludas que van y vienen recorriendo, acariciando casi la canosa cabellera.

Texto publicado por Marilú en la Litera en octubre del año pasado.