Saturday, October 20, 2007

Tapón de corcho

Algunas veces, cuando la espera de mil años se me vuelve insoportable, me deslizo como seda por las paredes de mi habitación. Me repego en sus superficies lisas y brillantes, dejo que el más mínimo rayo de sol se cuele por los pliegues de mi rostro, que una peculiar disposición cromática se pose suavemente en mis dedos para que mi mano sea un arcoiris cubierto de polvo y sin caldero de oro en su final.

Unto mi nariz en los recovecos de los traslúcidos muros. Percibo un olor a viejo, a una lejana humedad mezclada con aromática canela: moho y especias brotan de los muros de mi cuarto pulido por dentro, polvoso por fuera, lo sé. Mi desesperación provoca que incluso a veces saque la puntita de mi lengua y con ella acaricio esa pared desnuda. Siento frío en todo el cuerpo, la lengua se me entume y deja en mi boca residuos de sal, así como la amargura de una extraña esencia que no consigo recordar, me recuerda a la mirra mezclada con un poco de alcohol que embriaga mi cerebro y me obliga a tenderme nuevamente en el suelo de mi cuarto.

Mi habitáculo nunca está completamente oscuro, a diario lo golpea un rayo de sol, pero cuando este astro deja de deslizarse por su superficie, se va volviendo frío, como si en él penetraran mil fantasmas. Pero yo no tiemblo. Hace tantas eras que estoy aquí encerrado que casi preferiría que estos espíritus fueran reales y me contaran lo que pasa allá en el mundo exterior.
Tal vez a veces me desespero de tal manera porque simplemente no oigo nada. Mi cuarto está silencioso como el oído de un sordo y como no tengo con quien hablar, mis ensayos de platicar conmigo mismo se convierten en monólogos de afónico, aunque sé que mis poderes conservan toda su plenitud.

Pero, ¿cómo y a quién demostrarle que puedo cambiar una vida, miles de vidas, tantas vidas como alguien, ese a quien espero, me lo pida? Sigo aquí, encerrado en mi alcoba de cristal, y aquí seguiré otros mil años, hasta que un despreocupado se vea atraído por la forma caprichosa de mi residencia y se percate de lo hermosa que es si la limpia. Entonces, al más mínimo roce de su mano contra la superficie del cristal, empujaré con todas mis fuerzas el tapón de corcho que la clausura y brotaré apresurado para cumplir sus deseos.

Marilú

Monday, October 08, 2007

Testamento

“Nathaniel:

Cuando leas esta carta sabrás perfectamente quien soy en realidad y por qué te escribo… aunque me duele pensar que tal vez lo único que me hará presente ante ti serán estas letras…

¿Cómo resumir todo lo que siento en un pedazo de papel? ¿Hay manera de sintetizar mi vida para que puedas entenderla? ¿Podré explicarte que, después de todo, cuando me vaya de este mundo lo único que te quedará de mí será un recuerdo que tal vez busques ocultar en algún rincón de tu mente?

Te preguntarás por qué me alejé tanto tiempo, por qué nunca te dije nada, por qué todo lo que puedes conservar de mí es lo poco que vivimos juntos y por qué todo lo que recordarás algún día no será más que una sucesión de imágenes sin sentido. La verdad es que hubiera querido luchar por ti, tenerte cerca y ser parte de tu vida… de un mundo que yo misma no conocía hasta que tú me lo mostraste... además de lo poco que pude observar durante el escaso tiempo que te traté.

- “Fui demasiado cobarde” – solía decirme a cada instante, desde el momento en el que decidí apartarme de tu existencia. Y me lo repetía cuando empezaba a escribir en mi mente las miles de cartas que hubiera deseado mandarte y que jamás envié… Porque siempre fue demasiado grande el miedo a que me rechazaras, a que no quisieras saber nada de mí…

La historia de mi vida (y en cierta forma, la tuya) comienza como siempre lo hacen casi todas las leyendas en el país que te vió nacer, Rusia: con un amor. Me enamoré de tu padre desde que lo conocí. Sólo me bastó con verlo una vez (aunque fuera en los brazos de otra) para saber que era el hombre de mi vida. Las tardes solían pasar muy rápido mientras los libros se iban acumulando en nuestro rincón de la biblioteca: maldiciones, magia antigua, pócimas... todo lo que pudiera acercarnos a aquello de lo que los demás preferían alejarse.

Mi curiosidad por aprender todo cuanto pudiera enseñarme, parecía estimularlo aún más... y a mí me agradaba tener alguien con quien compartir todo lo que sabía (o había averiguado) de la Magia Antigua en aquellas tierras más allá del Mar Negro. Todos decían que a medida que me acercaba a él también empezaba a alejarme de lo que me habían inculcado. Pero no me importaba. Por amor, empecé a pasar por alto muchas cosas de las que después me arrepentiría…

Nunca le dí importancia al hecho de verlo llegar a buscarme con la mirada torva y cubierto de sangre… ni siquiera a nuestra existencia errante que solía comenzar cuando se ocultaba el sol y que terminaba con los primeros sonidos del alba, después de que cambiábamos nuestras ropas y nos sentábamos a tomar café sin que nos importaran las lágrimas derramadas por nuestra culpa.
El mundo sólo existía para mí cuando él tomaba una de mis manos... aunque al mismo tiempo tuviera que calcular donde caería exactamente la desafortunada víctima de la maldición que hubiera utilizado. Empecé a aprender de todo lo que él sabía y con el paso del tiempo la alumna superó al maestro. Me sorprendía la facilidad con la que, aprovechándonos de la oscuridad de la noche, se hacía cada vez menos evidente el hecho de que nuestra presencia (en cada lugar al que íbamos) era sinónimo de desolación y dolor... Aquellas señales de que algo no estaba bien me importaron poco, porque realmente lo amaba...Creo que sabes lo que eso significa…

Sólo tenía veinte años cuando naciste tú… tal vez por eso cambiaste completamente mi mundo. Esa complicidad que tenía con tu padre, esa gran sed de conocimientos, esa mentira en la que no parecía haber más que nuestro amor, se reveló; para él, tú llegaste a arruinarlo todo. No podría mentirte diciéndote que tu llegada fue algo que terminó de unirnos, porque en realidad él tenía otra familia, otros asuntos y otros deberes de los cuales ocuparse… me lo había dicho desde el principio. Y yo había roto las reglas, así que según nuestro acuerdo, él se marcharía. Cuando eso sucedió, tú fuiste lo único que me quedaba, porque todos los demás me habían abandonado. Pensé que la soledad terminaría matándome…

Sin embargo, sentirte crecer y después tenerte en mis brazos, verte, acariciar tu cabello mientras dormías… se convirtió en todo lo que necesitaba. Pero eso no duraría para siempre: tiempo después tuve que empezar a pagar por todo lo que había hecho antes, por todo lo que había pasado por alto…

Él se las ingenió para que me siguieran. Tuve que huir contigo en brazos. Y estaba dispuesta a esconderme en el fin del mundo con tal de protegerte, pero entonces, algo dentro de mí (probablemente un impulso, un arrebato, no sé… tal vez temor) preguntó si quería para tí la misma vida errante que yo había llevado años atrás… una existencia en la que no conocía la calma, en la que siempre estaba huyendo y en la que todo causaba temor y desconfianza. Decidí que no quería nada de eso, que tú tenías derecho a algo mejor… y que sólo podrías tenerlo al lado de aquél hombre al que había amado tanto y que astutamente había limpiado su nombre al ensuciar el mío.

Yo sabía (muy dentro de mí) que serías blanco de desprecio, de burlas, de malos tratos… No esperaba que él o su esposa te trataran mejor que yo, porque finalmente ella no era nada tuyo y tenía suficientes motivos para odiarme, y él nunca había mostrado quererte tan siquiera un poco. Y cada vez que pensaba en eso, empezaba a arrepentirme, pero ya no había marcha atrás… Muchas veces me pregunté: “- ¿Por qué? ¿por qué tuve que dejarte con ellos? ¿por qué no podía llevarte conmigo?”… pero nunca encontré otra alternativa. Renuncié a tí con la esperanza y el pensamiento fijo de que algún día tu vida sería mucho mejor que la mía. Y confié años enteros en que así sería… hasta que la vida me puso de nuevo en tu camino sólo para mostrarme que tu padre quería convertirte en lo que nosotros habíamos sido.

No tienes idea de las horas que pasé llorando, de lo mucho que me lamenté y de todas las noches que me arrepentí de haber hecho lo que hice, de dejarte en las manos de alguien que jamás había demostrado algún remordimiento por haber utilizado la peor clase de magia… lo único que había deseado para ti era que no repitieras ese mismo modelo… y sin embargo, los dioses, la suerte o tal vez la vida, decidieron lo contrario… Fue entonces cuando pensé que si no quedaba más remedio, que si ibas a seguir nuestros pasos, entonces yo me encargaría de que fueras el mejor… de que no existieran en ti las dudas que alguna vez pasaron por mi mente.

Por eso fue que accedí a estar cerca de ti aunque tuviera que aceptar condiciones tan absurdas, tan humillantes: llevar esa máscara. Ese accesorio que tanto odié… que, en cierta forma, fue mi penitencia por haberte dejado. Pensé que me daría fuerzas, que sería el escudo con el que podría protegerme de ti… de mí misma… de las circunstancias en las que la vida nos había colocado. Y sin embargo, se convirtió en todo lo contrario: una especie de tribuna desde la cuál podía observarte desde una distancia demasiado cercana… y no me gustó lo que ví: no estabas convencido de lo que tenías que hacer.

Fue cuando me dí cuenta de todo: sólo buscaba que tú fueras como él, que fueras su sucesor por aquella senda de crímenes en la que yo lo acompañé por mucho tiempo… pero, milagrosamente (casi como si la naturaleza o el destino me hubieran escuchado) eras completamente diferente a nosotros. Se había cumplido mi único deseo…

Y aunque mi misión era convertir tu juventud y tus habilidades en armas letales, cada vez que te miraba venían a mi mente los pocos instantes que había compartido contigo: aquellas veces que acaricié tu cabello, mirándote a los ojos, mientras tu sonrisa de bebé me cautivaba… recordaba también tu risa, tu olor, cada centímetro de tí. Y aunque ya no eras la misma criatura indefensa de aquel entonces, a final de cuentas, eras mi hijo. Eso hizo más grande mi afán de protegerte e impedir que te convirtieras en lo que él quería que fueras.

Me esforcé todo lo que pude. Hice cosas en tu nombre. Me apropié de las órdenes que te había dado convirtiéndolas en mías. Me llené las manos de sangre para que tú no te las llenaras. Y sin embargo, tú tratabas (en una búsqueda desesperada de amor paternal) de complacerlo, de seguir sus deseos: hacer lo que te pidiera aunque eso te causara dolor, era todo tu mundo… Tal vez por eso no querías darte cuenta o no eras consciente de lo mucho que sufrías. Sin embargo, la vida se encargaría de mostrarte nuestras diferencias: en el camino por el que tu padre anhelaba conducirte no había lugar para dudas… porque un pequeño titubeo significaba arriesgar la vida.

Aquel momento de indecisión nos costó muy caro... fue lo que terminó de cerrar nuestro ciclo y lo que me llevó a decidir que lo que había pasado no sucedería de nuevo. Tuve que actuar de forma estúpida y desesperada para que nada te pasara a ti…

Probablemente no recuerdes con exactitud esa noche, pero yo sí: la llevo grabada en el alma y en el corazón. Verte ahí, inmóvil, inconsciente, al borde de la muerte... no pude resistirlo… ¡sólo tenías 16 años y estabas cargando el peso de las obsesiones de tu padre sobre tus hombros! Aún en mi poca conciencia llegué a pensar que mi vida sería del todo inútil si permitía que en ese momento la tuya terminara. Por eso busqué ayuda. Quizá no de las personas adecuadas, tal vez de quienes menos quería encontrar en ese momento, pero que habían sido los únicos que me habían ofrecido apoyo aquella tarde de enero cuando la nieve me helaba los huesos y buscaba un sitio dónde refugiarme de ella para que tú no enfermaras. Los busqué pensando sólo en ti, no en mí, ni en las consecuencias que eso traería más tarde. Sin embargo sabía que algún día tendría que pagar el precio. Y que en un futuro, tú también tendrás que enfrentar las secuelas de aquél favor.

No te culpo si me odias…la verdad es que nunca me esforcé para que no lo hicieras. Tampoco te culpo si tienes reproches acerca de mi proceder… no hice ningún esfuerzo para que no los tuvieras. Sería inútil pedirte que me ames… porque nunca hice nada para merecérmelo. Sin embargo, puedo decirte que yo sí te amé. Y mucho más de lo que cualquiera hubiera pensado: dejé que la marca fuera mía y tomé tu lugar por amor a ti… seguí sus órdenes y remplacé las tuyas tomando tu lugar para que no tuvieras que tomar el mío…

Tal vez con el paso de los años lo único que puedas sentir por mí sea vergüenza: de que alguna vez hayas tenido que convivir conmigo… de ser casi un retrato mío. No puedo reprocharte que lo sientas… pero aún así… te amo.

Quiero que sepas que eso nunca cambió, aunque no tuve ninguna oportunidad de decírtelo. Lo único que pude hacer en nombre de ese amor fue alejarte de aquel camino equivocado por el que tu padre hubiera querido guiarte. Aunque si decidieras seguirlo, tampoco podría reprochártelo, porque no tuve oportunidad de enseñarte alguna otra forma de vida. Lo único que pude pedir fue la fuerza necesaria para verte una vez más, conformándome en adelante con observarte desde lejos… tal vez en otro espacio.

Sólo puedo decirte que todas mis noches, angustias, desvelos, incluso mis más grandes miedos, los veo reflejados en tus ojos… en aquel mar violeta que pocas veces pude mirar. Todo lo que somos, lo que alguna vez fuimos tú y yo, estará siempre dentro de ti. Por desgracia, no existe nada más que pueda heredarte… pero me llevo en el corazón todo lo que eres tú: lo que quise que alguna vez fueras, lo que eres en tu grandiosa belleza. Nunca olvides que te amé más que a nada en el mundo. Y no me cansaré de repetirlo…
Sé fuerte. Siempre estaré a tu lado, mi pequeño.

Tu madre,
Nellwyn Anscomb Karsen”

Saturday, October 06, 2007

El destino tiene humor negro

Mi infancia no fue diferente a la de cualquier niño. Reí, corrí, lloré y desde luego tuve una que otra desilusión. Mis padres cuidaban de mí y de mi felicidad, pero eso terminó cuando ingresé a la escuela. Ahí comenzaron los sufrimientos. Ahora que soy adulto conozco que el superyo de los niños aún no se encuentra totalmente desarrollado y por ello no son capaces de controlar, y mucho menos de reprimir, sus comentarios y actitudes más crueles hacia los otros niños. Yo me divertía como todos cuando jugábamos pero también era el momento en que la creatividad, cruel por cierto, de los niños daba lo mejor de sí en todos los apodos que inventaban para referirse a mí. Recuerdo que jugando fútbol, cuando pedía la pelota, gritaban pásasela al “marrano”.

Yo siempre creí que era un grito de guerra que alcanzaba hasta el lugar más recóndito de la escuela. Niños, niñas, maestras y hasta algún padre de familia se enterarían que yo estaba a punto de recibir la pelota. Vivía una mezcla de sentimientos enfrentados y ninguno predominaba sobre el otro: diversión contra vergüenza. La situación que se presentaba era dejar de jugar o estar dispuesto a recibir los apodos que se les ocurrieran. Para un niño que no es capaz de reflexionar y mucho menos defender su dignidad la respuesta era automática: seguir con el juego. Mis compañeritas también recurrían a apodos, quizá menos crueles pero igual de hirientes: “el gordito”.

Ya en la secundaria las situaciones de crueldad se incrementaron. Perfectamente recuerdo que un día en medio de la clase de matemáticas se presentó un temblor de tierra. El asombro y el temor fueron transformados en un grito que corearon mis compañeros: “no saltes, marrano, que haces que la tierra tiemble”. El profesor, que normalmente, nos infundía respeto no pudo evitar que se dibujara una sonrisa en su rostro. También ahora sé que el temor se disipa fácilmente con la risa y sé que les hice un servicio a mis compañeros, pero ¿por qué yo debía ser siempre el objeto de las burlas? ¿Qué acaso no había otros niños con problemas de peso?

La situación cambió drásticamente cuando terminé la secundaria e ingresé a la preparatoria. La adolescencia transformó el panorama. De ser pequeño pasé a ser uno chico alto. Nunca creí en los cuentos de la infancia, pero en mí se había operado una trasformación similar al del patito feo, ahora yo era un cisne. Quizá no un cisne estilizado, pero mi estatura y mi corpulencia operaban a mi favor. Los chicos acudían a mí en busca de protección y las chicas me buscaban, tanto por lo desarrollado de mi cuerpo como por mi popularidad. Esta última me llevó a la gloria cuando ingresé al equipo de fútbol americano. El equipo no era el mejor, pero eso no importaba para mí. Por primera vez en la vida veía en los ojos de mis compañeros un brillo de admiración y no de burla.

La fatalidad no puede ser burlada y eso lo comprobé en carne propia. En medio de un partido común y corriente, intentando recuperar un balón perdido quedé por encima del balón, pero por debajo de una pila de jugadores. Todos afirmaron haber oído un crujido que yo no escuché, pero a cambio de eso sentí un dolor intenso en la pierna derecha.

Los casi tres meses que tuve enyesada la pierna y bajo la promesa de reincorporarme al equipo recibí un sinfín de muestras de solidaridad. Algunos cargaban mis útiles, otros se ofrecían a pasarme la tarea, otros más con una palmada en el hombro o una palabra de aliento. Fue un prolongado declive en mi popularidad. Cuando llegó el momento de quitar el yeso, la movilidad de mi pierna no regresó. Una segunda fractura que pasó desapercibida y que encubierta por el yeso hizo que el tobillo perdiera su movilidad. Mi carrera de deportista se había perdido y no nada más eso. Incluso caminar me resultaba imposible, caminaba de manera peculiar arrastrando un poco la pierna. Una nueva transformación se había suscitado: de ser un cisne me había transformado en el jorobado de Notre Dame.

Una gran porción de compañeros me evitaban y otros me hacían objeto de renovadas burlas. No únicamente la gente se divertía conmigo, sino que también el destino se mostraba conmigo con una cara de humor negro. A partir de ese momento comencé a colaborar con organizaciones de la sociedad civil para defender los derechos de las minorías. Era una lucha, quizá en un plan egoísta, por mí mismo, pero con el tiempo se transformó y se amplió a todas las minorías discriminadas. Yo había encontrado un faro en mi camino, el verdadero sentido que regiría mi vida. A la vez que daba esa lucha concluí mi carrera universitaria. Al paso de los años ambas se consolidaron. El momento de esplendor económico se concretó con la compra de un Audi R8, su silueta baja, su potente motor de 420 caballos de fuerza, su lujo y confort aseguraban que regresaría a la popularidad. En carretera sólo sería la admiración de otros automovilistas. No sería el marrano, no sería el gordito, no sería el patito feo ni mucho menos el jorobado de Notre Dame. Yo sería el objeto de veneración. Así este fin de semana salí con rumbo incierto pero dispuesto a recorrer las carreteras a paso veloz. El aire en mi cara, el sol brillante y el potente rugido del motor eran la garantía de mi felicidad, pero no la entrada a la patrulla en la que me encuentro. La culpa la tiene el triste y mugroso pordiosero que se atravesó en mi camino. El destino nuevamente me hace partícipe de su humor negro.
Carlos P