Un hombre teclea en una anticuada máquina de escribir:

“Sea cual sea su significado, lo cierto es que el caballero inglés Horace Walpole califica así a la primera obra literaria del género, escrita en 1765: El castillo de Otranto. Una historia gótica. Pero si Walpole inaugura la novela gótica, es la escritora Ann Radcliffe quien le brinda gran esplendor, con la publicación, en 1794, de Los misterios de Udolfo.
“Ya en el siglo XIX, la literatura romántica retoma los retorcidos elementos del gótico y los incorpora en la creación de nuevas obras terroríficas, como las leyendas recopiladas por Gustavo Adolfo Béquer, en España; o algunas novelas del inglés Walter Scott, que recrean el oscurantismo de la Edad Media. En este periodo se escriben El vampiro, de John Polidori y Frankenstein, de Mary Shelley, la cual combina el terror monstruoso con la angustia metapsíquica. Surge con fuerza excepcional el cuento de horror, que tendrá en Edgar Allan Poe a su principal representante.
“No se sabe con seguridad el origen del término 'gótico'. Mientras los diccionarios aseguran que proviene de los godos, a quienes los romanos consideraban unos bárbaros, una nueva acepción surge en el horizonte de las definiciones: la palabra 'gótico' emana del griego y está relacionada con la magia.

“Sea cual sea su significado, lo cierto es que el caballero inglés Horace Walpole califica así a la primera obra literaria del género, escrita en 1765: El castillo de Otranto. Una historia gótica. Pero si Walpole inaugura la novela gótica, es la escritora Ann Radcliffe quien le brinda gran esplendor, con la publicación, en 1794, de Los misterios de Udolfo.
“Ambas obras comparten las características primigenias del horror gótico: castillos ruinosos habitados por hombres malignos que persiguen a indefensas doncellas. Los ambientes son tétricos, las desventuras abundantes. En los viejos castillos habitan fantasmas que luego resultan ser hombres o mujeres melancólicos, presos de la desgracia. No faltan los bosques tenebrosos, las iglesias poco acogedoras, las tempestades, los odios acendrados, el misterio y el deseo, pues las protagonistas generalmente sienten atracción y repulsión al mismo tiempo por el hombre que las acosa.
“A fines del siglo XVIII –1796, para ser preciso–, ve la luz El monje, del diplomático Mathew Gregory Lewis. A diferencia de El castillo de Otranto y Los misterios de Udolfo, la novela El monje introduce fantasmas verdaderos y la aparición del diablo envuelto en la piel de una tentadora mujer disfrazada de fraile con la intención de seducir al ególatra protagonista. El monje es una obra repleta de aventuras, intrigas, incesto, asesinatos y demás crímenes que se desarrollan en conventos, catacumbas y otros sitios oscuros, la maldad amparada por las sombras.

“Es interminable la lista de escritores que continuaron aportando características interesantes a la literatura de horror y difícil elegir a los más representativos sin cometer olvidos u omisiones. Pero hay que mencionar a Bram Stoker y su Drácula, a Henry James y La vuelta de tuerca, a El horla, de Guy de Maupassant; a la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, y a algunos relatos de Robert Louis Stevenson. Todos estos escritores de finales del siglo XIX aprovecharon diversos elementos de las primeras obras góticas y los aplicaron en sus terroríficos escritos.
“En el siglo XX la literatura gótica acabó de perder su pureza de castillos medievales y noches tormentosas. Howard Phillips Lovecraft sitúa el horror en monstruos que provienen del espacio, Arthur Machen lo habita en bosques diurnos, William Hope Hodgson en el mar, Horacio Quiroga en un almohadón de plumas, Amparo Dávila en un abrigo de pieles, Julio Cortázar en la mente humana anidada de culpas.
“Lo cierto es que actualmente ya no se escribe el terror al estilo gótico. Persiste la necesidad de causar temor, pero las pesadillas habitan en la psique, en los miedos internos inherentes a cada ser humano, en la moderna depresión y la soledad de multitudes, en la esquizofrenia, la fobia y la paranoia, en lo desconocido de lo conocido…”
El escritor se detiene. Hay una presencia en la habitación. Algo lo observa y él siente el peso de la mirada sobre sí, pero nada escucha. Su vista se eleva por sobre la máquina de escribir y las montañas de libros que cubren el escritorio. Entonces lo ve, no al monstruo, sino a su sombra, enorme a la luz de la vieja lámpara. El hombre, temblando, vuelve la vista, no ve nada. Su corazón agotado se detiene cuando mira hacia el techo y lo ve venir justo encima de su cabeza. Ante el escrito sin terminar sólo queda un cadáver de rostro contorsionado por un terror insobornable y en su frente aterriza el asesino, ocho patas peludas que van y vienen recorriendo, acariciando casi la canosa cabellera.
Texto publicado por Marilú en la Litera en octubre del año pasado.
No comments:
Post a Comment